viernes, 11 de enero de 2008


"Plié, relevé, plié, relevé, pas de bourré... Soñaba con que algún día sería primera bailarina del Teatro Municipal. Me imaginaba con los brazos abiertos recibiendo los aplausos en aquel escenario majestuoso. Tenía ocho años y como muchas otras niñas de mi edad esperaba ansiosa la hora de ponerme mi tutú y mis zapatillas de punta. Una pirueta por aquí, un giro por allá, sabía que siempre llamaba la atención de mi profesora de la academia de ballet a la que iba. Y digo 'mi' profesora porque así la sentía, solamente mía.

Ya desde el camarín me metía en el rol de alumna favorita y lo reafirmaba con cada uno de sus gestos de aprobación.

Llegó la presentación de fin de año. Era sobre una joven a la que le regalaban una muñeca muy especial, una muñeca bailarina. La miss me prestó el vestido que ella había usado cuando niña en un importante teatro en Londres. La corona la compró mi mamá. Un poco de rouge en los labios, pestañas de muñeca, algo de colorete en las mejillas, y ¡voilá!

El peinado me hacía parecer una bailarina rusa, toda una matrioska. Veníamos llegando a Chile luego de vivir cinco años en el comunismo de la ex Alemania Oriental.

Durante la presentación me sentí como una pequeña diosa de la danza. Los aplausos quedaron plasmados en mi piel.

El fin de semana fue eterno. Estaba ansiosa por ir a la siguiente clase, comentar todo lo ocurrido, abrazar a la miss, decirle lo feliz que era y lo mucho que la quería.

Corrí por el pasillo hasta llegar al camarín, me enredé en las zapatillas, el moño me quedó chueco, pero nada importaba. Bajé rauda por las escaleras a la sala del subterráneo. Ahí estaba ella, vestida de negro como siempre, con su trenza canosa, frágil en apariencia, pero dura como un tronco.

Me detuve un instante a admirarla. Con mucho orgullo y sonriente pasé a su lado anhelando alguna reacción. Pero no me miró. Sorprendida me apoyé en la barra y comencé a bailar al compás del piano. Busqué sus ojos durante toda la clase. No los encontré. "Quizá después, a lo mejor quería disimular su entusiasmo delante de las otras bailarinas", pensé. ¿O sería que no lo había hecho tan bien? ¿Estaría enojada?

La clase terminó. Esperanzada la miré una vez más. Pero ella no me vio. Nunca me vio.

El camino a casa fue borroso. El nudo en la garganta me dificultaba la respiración. Los árboles perdían sus colores y la vida se tornaba igual de gris que aquella trenza traicionera. Cuando por fin llegué y vi a mi madre, la abracé con fuerza y le dije: "Mamá, ¡ya no quiero ser bailarina!".